24 septiembre 2005

 

¿Nueva Constitución?


El pasado 17 de septiembre tuve oportunidad de asistir al Palacio de la Moneda. Se trataba del acto público de promulgación de algunas enmiendas a la Constitución Política de la República de Chile, que introducen modificaciones no menores, que en todo caso hacen menos vergonzante el arreglo institucional post dictadura.

Esperando un sobrio acto en que se realizare la promulgación de las reformas y se hicieren votos por una constitución acorde a la voluntad popular, el régimen democrático, al estado de derecho y los derechos humanos (elementos que en otra ocasión tendré oportunidad de demostrar que no existen en la matriz del texto de 1980, y que estas enmiendas no tocan), me encontré con una pirotecnia teatral, digna de Leni Rifensthal o de Einsenstein.

Al son de Nabucco, hace su entrada el Presidente de la República, solo, desde el segundo piso del Patio de los Naranjos, descendiendo hacia una multitud variopinta, y que había ocupado las tribunas por estricto orden de llegada (al menos esa regla del régimen democrático se respetó). Luego, se da inicio a una liturgia llena de símbolos: la firma del texto enmendado, la entrega de una copia del mismo a los presidentes del Senado y la Corte Suprema, un sinnúmero de exhortaciones a ponerse de pie, sentarse nuevamente, cantar el Himno Nacional, ya no recuerdo si en el medio de la ceremonia o al final.

Todas cosas tolerables, por cierto, máxime tomando en cuenta que mi presencia en el referido acto era absolutamente voluntaria, y me había parecido un acto republicano inaugurar las festividades patrias concurriendo a la casa de los Presidentes de Chile a fin de darle más dignidad a la orgía de alcohol y excesos de comida con que habitualmente se celebra estas fechas. Mas, además era la oportunidad de reconciliarme con estas fechas, expoliadas por Pinochet y sus siúticos seguidores, quienes se apropiaron de la bandera, el escudo, la cordillera, los sauces llorones, y demás signos que ahora sólo son patrimonio de la derecha rancia, que canta al son de las tonadas pictóricas de los Huasos Quincheros o Ginette Acevedo, alusivas a la carreta, el caballo enfermo que se debe sacrificar, las torcacitas, mi banderita chilena y demás, sin pobres, problemas sociales, ni alma popular.

Pero lejos de ello, los rostros perplejos de muchos de los concurrentes se fueron desfigurando cada vez más, cuando comenzamos a escuchar, atentos, las palabras del Presidente, y los alcances que, según la Primera Magistratura de la Nación, tenía la firma de dichas enmiendas al texto constitucional. De pronto, nos encontramos con que no era un conjunto de reformas, sino una nueva Constitución, la Constitución Política de 2005, y no sólo eso. Cual taumaturgo aventajado, el Presidente auguraba que por el sólo hecho de firmar el texto con las reformas, se cerraba la transición a la democracia y llegaba la ansiada reconciliación nacional, por cuanto ahora teníamos un texto que nos representaba a todos.

Mi sorpresa mutó en terror de estarme volviendo demente, cuando escuché la entrevista que un periodista de Televisión Nacional realizó al mandatario. Ante la pregunta de si esta era una nueva constitución o la misma de 1980, reformada, el Presidente contestó que efectivamente era una nueva, al igual que la de 1833 se generó reformando la de 1828, y la de 1925 fue una reforma de la de 1833. A fuerza de repetición querrá convencérsenos que efectivamente estamos en presencia de un nuevo texto constitucional. Las dudas acerca de mi salud mental fueron disipadas cuando esa misma noche releí los cinco libros de historia constitucional de Chile que están en mi biblioteca.

La Constitución de 1833 surgió de las cenizas mezcladas con sangre de los campos de Lircay, que dieron el triunfo por la vía de las armas (resonando el pacifista lema “por la razón o la fuerza”) a los pelucones, quienes pusieron la lápida a los efímeros ensayos liberales y federalistas de los pipiolos, con ayuda de esa Carta Fundamental. El texto de 1925 fue fruto de la comisión constituyente a quien el Presidente Alessandri (luego de los ruidos de sables) encargó como tarea principal enterrar los asomos parlamentarios en que el régimen político había transformado la constitución, para destacar el poder del ejecutivo y apresurarse a evitar el llamado a una asamblea constituyente que el movimiento mutualista se aprestaba a hacer, y que dicho sea de paso, ya poseía un proyecto de constitución aprobado por sus bases de norte a sur, reunidas en el edificio del Teatro Municipal de Santiago, en el mismo año, 1925. Con todo, hubo ratificación plebiscitaria del texto.

Ambos textos fueron sucesivamente reformados, lo que permitió su adaptación a la evolución de las fuerzas democráticas que presionaban por cambios sociales significativos, durante todo el siglo XX.

Pero lo que se hizo en 1980 no tiene precedentes. El plebiscito, en que además de la aprobación de la constitución se prorrogaba el mandato de Pinochet por ocho años más, a contar del 11 de marzo de 1981, fue una verdadera burla. El fraude electoral, al amparo de la inexistencia de registros electorales, es uno de los factores que le restan legitimidad. El otro y más importante, es su concepción autoritaria y excluyente, reflejada en las llamadas “bases de la institucionalidad”, que contienen hasta el día de hoy, y aún post reformas de 2005, una concepción franquista del poder político, que desconfia de la democracia y por tanto la llena de guardianes. Ello, sumado a las cláusulas pétreas, impide el debate sobre su modificación. La concepción naturalista y conservadora del ser humano, de la sociedad y los grupos intermedios; la desconfianza de los movimientos y partidos políticos; las instituciones contramayoritarias que están previstas para controlar el poder legítimamente generado, más el precario reconocimiento de acciones efectivas para el amparo de afectaciones a los derechos civiles y políticos, y total desamparo de los derechos económicos, sociales y culturales, hacen que esta constitución, incluso con reformas, mantenga las divisiones de opinión sobre la misma (cuestión sin gravedad a mi juicio, pero que es una verdadera obsesión del Presidente) y su falta de representatividad y legitimidad (cuestión de la máxima gravedad).

No tenemos una nueva constitución. No existe la tal Constitución de 2005. No se logrará por arte de magia que su texto sea representativo y que selle la transición, porque la única manera sana de lograr aquello es convocando a todas las fuerzas sociales y políticas del país a un debate que permita asegurar que la legitimidad de la norma suprema que resume las aspiraciones de convivencia de un pueblo. Porque eso es una Constitución, y no como algunos señalan, un mero “rayado de cancha”, fea metáfora, más fea aun que lo que quieren significar, el cretinismo del pueblo de Chile. Y eso me ofende. El único modo legítimo es la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Chile necesita tener una nueva constitución, porque el actor más relevante, el pueblo, no ha dicho ni una palabra sobre ello.

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